¡Mamá, déjame caer!

Recuerdo que desde pequeño, mi madre siempre me protegía. Evitaba a toda costa que yo me cayera al piso. El duro y frío suelo era el enemigo a muerte de mi mamá.

Si es que no se endeudó en comprar diversidades de alfombras y andadores que cubrían mi pecho con cincuenta cinturones fue porque también tenía que alimentarme. Todo el piso de mi sala estaba cubierto por almohadas para amortiguar cualquier inestabilidad de mis extremidades inferiores. Ni Aladino tenía tantas alfombras en su casa que yo en mi cuarto.

La explicación a todo este resguardo casero que fácilmente competiría con Prosegur, es porque mi mamá le tenía un pavor, -¡no! ¡Qué pavor! Fobia diría yo- a que me lastimara mi cabeza en cualquiera de esas posibles caídas.

Siempre me exhortaba que pusiera mis manos al frente de mí ni bien sufriese cualquier aparatosa atracción hacia la superficie de cualquier terreno y así evitar algún contacto de éste con mi cráneo.

En ese entonces, yo no comprendía tal importancia que mi mamá le daba al no golpearme la cabeza. Yo sé que si por ella fuese, yo hubiese andado con un casco de fútbol americano por las calles, a mí no me engaña.

Sin embargo, le agradezco por ese tal superlativo cuidado porque hace un par de días visité, tras buscarlo incansablemente por el Centro de Lima, el Museo de Neuropatología, o más conocido como el Museo del Cerebro. 

Luego de escuchar a los expertos de esta área de la fisiología humana y cómo se referían al órgano más importante que poseemos, entendí las correteadas de mi madre que hacía detrás de mí cuando daba mis primeros pasos. Solo deseaba que mi cerebrito crezca adecuadamente, sin lesión alguna.

El Instituto Nacional de Ciencias Neurológicas que se encuentra en una nada confiable cuadra doce del jirón Áncash, es el que alberga este pequeño pero valioso museo, el cual se compone de cuatro cuartos.

La puerta por donde ingresan los visitantes (ya sean escolares, universitarios o técnicos de la ciencia de la salud) te abre paso a una variada exposición de la anatomía del sistema nervioso central (SNC).

Pude apreciar distintos cerebros humanos unidos a su correspondiente médula espinar, paredes craneales cortadas estratégicamente para poder observar los elementos que las componen, cerebelos flotando en agua y las primeras resonancias magnéticas hechas en Perú. Esta área es el salón principal del museo.

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Luego, al ala derecha, se encuentra la habitación que quizá fue lo más impactante que haya visto en este recorrido. Exactamente me topé con 6 vitrinas, dentro de las cuales había fetos cubiertos totalmente con algún líquido. Pero no eran fetos cualesquiera.

Eran unos deformes, fácilmente atacados por algún mal congénito o por algún descuido de la madre.  Estos medían aproximadamente entre unos 50 a 60 centímetros de longitud y las enfermedades de estas exvidas iban desde hidrocefalia, anencefalia, microcefalia, hasta algunos llamados ‘cíclopes’porque solo tienen un solo ojo a causa de la fusión de ambos hemisferios cerebrales.

Así mismo, en este sector del museo, se ubican algunos instrumentos arcaicos que les permitieron a los pioneros de la neurología peruana averiguar y estudiar más a fondo el cerebro y todo lo que compete a él.

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En la cámara contigua a la izquierda del salón principal, es un espacio increíble. Tres paredes se alzaban ante nosotros y en las cuales, tres altos estantes de fierro de ocho pisos cada uno, almacenaban aproximadamente unas 250 muestras de cerebros con diversas patologías. Ya sean infecciones, tumores o sesos después de un derrame cerebral. Ante mis ojos, observaba una exquisita colección de piezas neurológicas, imperdible para cualquier neófito de medicina.

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Por último, en el extremo derecho del museo, se encuentra el cuarto exclusivo para los practicantes de esta rama de la anatomía humana.

Como quien ingresa a una habitación sórdida, con losetas frías y un olor característico e impregnante a las salas de operación de un hospital, entraban los alumnos del instituto Arzobispo Loayza, vestidos todos de un verde acuoso, junto con sus mascarillas y gorros.

En fila india, emocionados como niños que les regalan un juguete nuevo en Navidad, empiezan a retirar sus bisturíes, tijeras, pañuelos y Dios sabe qué cosas más. No supe si iban a examinar únicamente el sistema nervioso o a un cadáver entero.

Me aguanté las ganas de saberlo. Cuando su profesor de ellos cerró el cuarto de prácticas, noté que mi visita había culminado. Únicamente escuché:“Chicos, ya saben lo que tienen que hacer. Vamos, póngalos sobre la mesa. Ábranlos como ya les enseñé. Solo tenemos media hora. Suerte en su examen parcial.”. 

Debo admitir que aquel dicho popular que sustenta que lo mejor viene en envase pequeño, se cumplió con el Museo de Neuropatología. Quién pensaría que aquellos cuatro reducidos cuartos contenía una rica historia y ciencia por descubrir.

Su directora, la srta. Diana Rivas Franchini, trata de mantenerlo lo más pulcro posible. Tiene a cargo a varios expertos que se encargan de guiarnos y explicarnos cada uno de los elementos que encontraremos adentro. Como es el caso de la licenciada Fresia Astocóndor Huilcapoma.

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Ella fue nuestra doctora cerebro de esa mañana, quien amablemente respondía a cada una de las interrogantes de los visitantes. Por otro lado, la responsable máxima tanto del museo, como el del Instituto Nacional de Ciencias Neurológicas, la exministra de salud, Pilar Mazzeti, es quien tiene la agitada labor de que la infinidad de pacientes que acuden allí, sean tratados de la mejor manera posible y sean curados efectivamente.

Su lema: “Ciencia al servicio de la salud neurológica”, responde fielmente a las misiones que tiene como institución.